Su cuerpo se entregaba insípido a la frialdad de las sábanas. Estaba completamente quieta. Su boca estaba entreabierta para permitirle expulsar los hondos sollozos que le ahogaban. Sus mejillas rojas y heladas eran la ruta preferida de lágrimas nacientes de sus ojos, los que cerraba débilmente pero como si estuviesen engrapados.
Sus brazos descansaban sobre su cabeza inmóvil. Su cuello se veía más hermoso que de costumbre (ésta vez estaba desnudo). Su cabello caía rendido sobre la almohada y rozaba sus hombros un tanto encogidos.
El resto de su cuerpo estaba petrificado. Su debilidad le calmaba el alma poco a poco. Los únicos músculos que se manifestaban eran los correspondientes a una respiración moribunda y el único signo de dolor era el vació que existía en su pecho: en ese mismo lugar donde un día estuvo su corazón.