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Así pasaba las tardes Camille, reparando las redes rotas de los botes que su padre y otros pescadores del lugar usaban cada mañana para dar sustento a sus familias.
Camille creció rodeada de un amor familiar excesivo, "hostigante en algunas oportunidades", como ella misma lo definía. Creció viendo a su padre y a su hermano mayor salir cada día de madrugada y llegar por las tardes oliendo a pescados. Ella se sentaba en el puerto y desde allí les miraba alejarse en el viejo bote de madera que más que valor material, tenía valor sentimental. Veía como aquel botecito azul se perdía entre la marea y el cielo. Eso calmaba su corazón adolescente.
Poco después, regresaba a casa para ayudar a su madre con los quehaceres propios de una lavandera de pueblo y finalmente podía disponer de tiempo para ir a la escuela. Camille era una buena estudiante y aun que jamás destacó en nada, sabía que debía romper con la vieja tradición de pescadores que llevaba su familia durante tantos años, ella debía hacerlo por el solo hecho de ser mujer, y es que cualquier pescador sabe que una mujer en el puerto es un terrible augurio. Mitos que Camille jamás logró entender, pero son cosas que vas incorporando al venir del seno de una familia tan incultamente tradicionalista.
El patio de los manzanos de la escuela era el lugar preferido por Camille, porque a pesar de ser árboles comunes, de un linaje común, eran los manzanos más altos, más frondosos que jamás hubiera visto antes, sobresalían entre los demás manzanos, Camille notaba cierta "creatividad" en ellos, ya que sus frutos, en determinados días, tenían un tenue y sutil color dorado, que con el verde tradicional de ellos y sumados los rayos del sol, eran un espectáculo digno de ser visto, pero a pesar de aquella creatividad y por muy majestuosos que pareciesen, estaban siempre condenados a ser manzanos de frutos verdes.
Este lugar tan preciado para Camille, había sido también el lugar donde ella y Antonio se conocieron hacen ya muchísimos años, cuando eran apenas unos niños que corrían al rededor de los árboles jugando despreocupados de lo que el futuro les esperaba.
Antonio era el único ser en el mundo de Camille que entendía sus locuras, que escuchaba sus charlas sobre el amor, sus sueños de superación, sus planes de un futuro lejos de casa. Cuando ella hablaba, él se sentaba a escucharla por largas horas, atentamente, pacientemente, sin pestañar demasiado, sin pensar en otra cosa, con los ojos fijos en los labios rojos de la chica y sin perder ni un solo gesto de Camille, porque Antonio estaba profundamente enamorado de esa niña, que lo había cautivado y cuya sonrisa le había devuelto su motivo de vida.
Antonio era 2 años mayor que Camille y cuando éste se graduó de la escuela, pidió la mano de la joven en matrimonio a su padre, el cual accedió gustoso, ya que existían arreglos familiares muy antiguos al respecto.
Ahora, Antonio se dedicaba a la pesca, al igual que la mayoría de los hombres del pueblo y aun que era muy bueno en lo que hacía, pues atrapaba los peces mas grandes, jamás podría atrapar el corazón de Camille. Ella, consciente del arreglo familia, había aceptado a Antonio como su prometido, porque él era un buen muchacho, la quería, y aunque ella se esforzaba, no podía verlo como otra cosa que no fuese como su amigo del alma, aquel que alimentaba sus deseos de huir cada vez más lejos.
Era Agosto en esos días, el viento soplaba cálido y constante. Ambos jóvenes, como de costumbre, hurtaban alguno de los botecitos del muelle para dar una vuelta en él, después de una larga caminata por la playa. Como de costumbre, Camille perdía sus expresivos ojos color marrón en el verde intenso del mar. Pasaba largos minutos contemplando la excentricidad maravillosa del color tan único del agua, pero ese día estaba cargado de diferencias, ese día era tan divertidamente ajeno a ella, tan excitantemente desconocido que con unas ansias distintas fijó su vista en el mar mientras Antonio remaba hacia el horizonte. Tal era la concentración de la chica, que ni siquiera advirtió cuando Antonio dejó de remar o cuando el bote se detuvo, ella solo miraba pacientemente y en absoluto silencio, sus labios estaban sellados herméticamente y sus ojos destinados al mar, su mente había dejado de generar pensamientos, pero su corazón latía impetuoso. Por casi una hora mantuvo su posición, hasta que de pronto el tiempo se detuvo y el viento se detuvo y su corazón se detuvo y sus labios se entreabrieron perdiendo la consciencia y ya nada importó y sus ojos abiertos por inercia olvidaron su expresividad y su piel se estremeció y sus mejillas se sonrojaron y su cuerpo entero hizo evidente lo que su alma gritaba: era la silueta de unos ojos incoloros flotando sobre el agua que poco a poco se acercaban más y más a la superficie, que se acercaban a Camille y le hacían perder el control de su cuerpo. Ahora bien podía distinguir el verde penetrante, casi sobrenatural de los ojos que reflejaban un frío desesperanzador, que captaban todos los sentidos de la chica robandole la voluntad. Ajena a su entorno y sorda a las palabras de Antonio, Camille inclinaba su cuerpo fuera del bote, hasta que las puntas de su cabello se habían humedecido por el contacto con el agua, lo que parecía pasar inadvertido para ella, pues su único propósito era descubrir el secreto de los ojos verdes mar.

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